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Cameron y Cortázar: Avatar

Avatar es la nueva y elogiada película de James Cameron. Es una vieja historia -o una suma de viejas historias-, como suelen ser los buenos relatos: la reescritura de un puñado de mitos elementales.

Avatar sucede en un mundo llamado Pandora, exuberante de vida, donde escondidos en la selva e integrados de manera íntima con esa naturaleza desbordante habitan los Na’vi, una raza de enormes bípedos humanoides. Visten ropas y pinturas en el cuerpo quizás inspirados en los pieles rojas.

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La gripe (Capítulo II)

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La gripe había sido como una explosión atómica.

Nadie sabía con precisión dónde se había producido la chispa. Quizás en algún lugar del Cercano Oriente, donde las noticias de resfríos fatales se sucedían desde años antes del estallido. Quizás en algún lugar del norte de África, o en Europa. Se presumía que no había sido lejos de las costas del Mediterráneo. Lo que sí se sabía era que en cuanto ese virus mutante contagió por primera vez, la onda expansiva alcanzó las antípodas del planeta sin que hubiera frontera capaz de detenerla.

Durante las primeras horas los noticieros se dedicaron a reportar la aparición de casos fatales en distintas ciudades europeas. El segundo día comenzó con el primer enfermo detectado en Estados Unidos, al mediodía murió un hombre en San Pablo con todos los síntomas de la gripe y a la noche se cerraron las fronteras de lugares tan distantes como Japón o Argentina. El tercer día colapsaron los servicios sanitarios en todo el mundo: la gente corría al hospital al primer estornudo y el contacto con la muchedumbre que pugnaba por un lugar en las salas de espera provocaba, de manera inevitable, el contagio fatal. El cuarto día el pánico fue aprovechado por las sectas milenaristas que hablaban del fin del mundo, de Sodoma y Gomorra, de apocalipsis. Algunos noticieros tuvieron que reemplazar a sus periodistas más conocidos, repentinamente. El quinto día los predicadores electrónicos se multiplicaron y ocuparon más pantalla que los noticieros, procurando desalentar la concurrencia de los fieles al templo y la consecuente aglomeración de personas esparciendo el virus. El sexto día comenzaron los incendios, espontáneos y caóticos al principio, provocados y controlados después cuando los pocos sanos repararon en su poder aséptico. El séptimo día desaparecieron los noticieros, enmudeció la televisión y casi todas las emisoras de radio, y luego de esa transición fugaz y arrasadora comenzó la era de la gripe.

La gripe (Capítulo I)

¿Volvería a ver el sol alguna vez?, se preguntó el hombre con la mirada detenida en el disco rojo, opaco y frío que avanzaba hacia el atardecer. Respiró profundo, aire y cenizas, cenizas que ya formaban parte del aire, que cubrían todo, al hombre, a la azotea, al edificio, a la ciudad en llamas; que apagaban el cielo dejando sólo esa claridad mortecina apenas interrumpida por aquel círculo sofocado que jamás podía ser el sol.

Ya comienza la noche, pensó el hombre en la azotea, y se acomodó la manta sobre los hombros para esperar el frío inédito que tornaba las escamas de ceniza en copos de nieve seca. Aquí y allá, esparcidas por las calles apenas habitadas, las columnas de humo señalaban la presencia de los cementerios nuevos.

El año pasado estábamos todos en la terraza, pensó el hombre, y todos éramos eternos. La llegada del crepúsculo lo estremeció: quizás un temor atávico que se instalaba en el anochecer de esa novedosa ciudad medieval que escapaba de la peste. Quizás la nostalgia de la vida eterna. Quizás sólo el frío incandescente de la noche.

La gripe está a punto de ser derrotada, pensó el hombre, al hacer la cuenta de los Incendios Controlados y confirmar que cada día eran menos los edificios convertidos en piras funerarias. El hombre volvió a mirar lo poco que quedaba de aquel círculo mortecino que no podía ser el sol y rogó piadosamente porque la derrota de la Gripe no lo abarcara.

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El Compositor

Tan sólo restaban los últimos dos, o a lo sumo cuatro compases. Miraba y miraba el pentagrama, contaba las notas prolijamente dispuestas en su cárcel de cinco barrotes. Las pesaba y medía, y comprobaba a cada rato la combinación exacta de sonidos y silencios que había obtenido. Pero el final, faltaba el final y sin él su canción perfecta se encontraba presa de una amputación horrible que impedía admirarla.

Era una canción breve: doscientos cinco notas se sucedían una tras otra a lo largo de tres páginas Ricordi. Doscientos cinco fosforitos que obstinadamente escondían el secreto de los últimos compases.

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