La gripe (Capítulo I)

¿Volvería a ver el sol alguna vez?, se preguntó el hombre con la mirada detenida en el disco rojo, opaco y frío que avanzaba hacia el atardecer. Respiró profundo, aire y cenizas, cenizas que ya formaban parte del aire, que cubrían todo, al hombre, a la azotea, al edificio, a la ciudad en llamas; que apagaban el cielo dejando sólo esa claridad mortecina apenas interrumpida por aquel círculo sofocado que jamás podía ser el sol.

Ya comienza la noche, pensó el hombre en la azotea, y se acomodó la manta sobre los hombros para esperar el frío inédito que tornaba las escamas de ceniza en copos de nieve seca. Aquí y allá, esparcidas por las calles apenas habitadas, las columnas de humo señalaban la presencia de los cementerios nuevos.

El año pasado estábamos todos en la terraza, pensó el hombre, y todos éramos eternos. La llegada del crepúsculo lo estremeció: quizás un temor atávico que se instalaba en el anochecer de esa novedosa ciudad medieval que escapaba de la peste. Quizás la nostalgia de la vida eterna. Quizás sólo el frío incandescente de la noche.

La gripe está a punto de ser derrotada, pensó el hombre, al hacer la cuenta de los Incendios Controlados y confirmar que cada día eran menos los edificios convertidos en piras funerarias. El hombre volvió a mirar lo poco que quedaba de aquel círculo mortecino que no podía ser el sol y rogó piadosamente porque la derrota de la Gripe no lo abarcara.

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